P. Ariel Álvarez Valdés
Un dogma dominical
Los que asisten los domingos a misa, luego de escuchar la prédica del sacerdote, participan del rezo del Credo, es decir, recitan en voz alta la lista de los artículos de la fe que un católico debe creer para estar unido a las enseñanzas de la Iglesia.
Pero habitualmente lo hacen de un modo mecánico y rutinario, de manera tal que no prestan mayor atención a lo que están diciendo. Y es así como en el elenco de esos dogmas de fe en los que dicen creer, se les desliza uno tan extraño como inquietante. Es el que afirma: “Creo que Jesucristo fue crucificado, muerto y sepultado. Descendió a los infiernos”.
Si alguien nos preguntara repentinamente si creemos que Jesús haya estado en el infierno, con toda seguridad contestaríamos rotundamente que no. Y sin embargo, al llegar el domingo, una y otra vez lo pregonamos sin hesitación y con total naturalidad. ¿Qué es lo que con ello queremos afirmar?
El lugar de la desesperanza
Cuenta Dante en La Divina Comedia, que al llegar un día en una visión a la puerta de entrada del infierno, vio un gran cartel con una inscripción pavorosa que anunciaba a cuantos allí ingresaban: “Los que entren aquí, abandonen afuera toda esperanza”.
En realidad, tal cual lo enseña la Iglesia, el infierno es un estado definitivo, y una vez que alguien entra allí no puede abandonarlo nunca jamás. ¿Jesucristo al subir a los cielos, violó esta ley eterna?
Y siendo el infierno el destino de los condenados, es decir, de aquéllos que durante su existencia rechazaron a Dios con una vida de pecado, ¿cómo pudo Jesús estar allí si, como afirma la carta a los Hebreos (4,15), nunca cometió un pecado?
Pero, además, la teología enseña que el infierno es la ausencia total de Dios. Jesucristo, que era el mismo Dios, no pudo entonces haber ido allí, porque al llegar portando al propio Dios, el infierno se habría convertido en el cielo.
¿Entonces, Jesucristo descendió o no a los infiernos? Tenemos que responder inevitablemente que sí, ya que se trata de un dogma de fe propuesto por la Iglesia.
Vemos pues, cómo, más importante que conocer de memoria las verdades de nuestra fe, es entender su significado profundo.
Los recuerdos del Sábado Santo
Cualquier cristiano sabe qué acontecimientos celebramos el Viernes Santo y el Domingo de Pascua. Muy pocos, sin embargo podrían explicar qué suceso conmemora la Iglesia el Sábado Santo.
Sabrán que litúrgicamente es un día vacío, en el que no se puede celebrar misas, ni bautismos, ni casamientos. A lo sumo dirán que es un día de luto por la muerte y sepultura de Cristo, pero nada más.
Sin embargo, la Iglesia coloca en este día el dogma de la “bajada de Cristo a los infiernos”.
Se trata de una verdad olvidada, que no despierta interés en la predicación ni en la catequesis, a tal punto que muchos cristianos incluso la desconocen y hasta la encuentran extraña. Pero constituye un pilar fundamental de nuestra fe. Con ella la Iglesia quiere expresar dos realidades que resultan cardinales para la comprensión de toda la doctrina cristiana.
Cuando la tierra era plana
Comencemos diciendo que “los infiernos”, no son “el infierno”. El infierno es, según la teología cristiana, el estado en el que se encuentran los condenados eternamente. En cambio “los infiernos” era el lugar a donde, en la antigüedad, el pueblo de Israel imaginaba que iban a parar todos los que morían.
En efecto, los judíos en el Antiguo Testamento tenían una imagen del cosmos muy distinta a la nuestra. Se lo representaban como un disco enorme y plano, circular, rodeado por las inmensas aguas del océano. Estaba asentado sobre cuatro columnas que se hundían en el abismo.
Por encima del espacio se hallaba el firmamento. Era una cúpula sólida, sobre la cual se suponía que había agua, y que servía para separarlas de las aguas de abajo. De esta cúpula pendían el sol, la luna y las estrellas. Para que lloviera, se abrían las compuertas de arriba, y entonces las aguas caían sobre la tierra.
El tercer estrato de este cosmos era el lugar llamado en hebreo “sheol”, la morada de los muertos, el mundo subterráneo, colocado debajo la tierra. Allí descendían todos los difuntos sin excepción.
Cuando la palabra “sheol” tuvo que ser traducida al griego, se usó el vocablo “hades”. Y más tarde, al pasar al latín, se tradujo por “infernus”, que significa precisamente eso: “lugar inferior, subterráneo”. Estas tres palabras, pues, indican la misma realidad.
El sheol, morada de los muertos
Los hebreos no habían desarrollado casi nada de la doctrina del más allá. Por eso es muy poco lo que dice la Biblia sobre el sheol o “los infiernos”. Estaba supuestamente localizado bajo tierra, por lo que se hablaba de “bajar” al sheol, y como envuelto en tinieblas, ya que la luz era sólo patrimonio de los vivos. Allí no se oía ningún sonido, ni las voces de nadie, sino que se vivía en el más absoluto de los silencios.
Quien bajaba al sheol ya no podía regresar nunca más. Allí, a esa región sombría y caliginosa iban a parar todos los hombres que habían traspasado las fronteras de la vida. Buenos y malos indistintamente, tenían como ineludible cita final la tenebrosa morada de los muertos.
A los habitantes del sheol la Biblia les da el enigmático nombre de “refaím” (=los impotentes), puesto que allí subsistían como en estado fláccido, debilitados, con una existencia vaporosa y somnolienta. Allí no hacían nada, ni pensaban en nada, ni gozaban de nada, ni sabían lo que pasaba en la tierra, ni podrían alabar a Dios ni tener ningún contacto con él. Eran sombras vivientes.
Cierto, pero difícil de creer
Ahora bien, que Jesús, siendo Dios, y gozando del poder y la condición divina, haya perecido como un simple mortal, y haya probado el sheol, no fue algo fácil de admitir por los creyentes de las distintas épocas.
Ya entre los primeros cristianos había quienes negaban que Jesús hubiera tenido un cuerpo real, auténtico, mortal como el nuestro, y se contentaban con sostener que su cuerpo era aparente, como un vestido exterior, un ropaje que cubría a la persona divina.
Los que defendían esta doctrina herética fueron llamados “docetistas” (del verbo latino “doceo” parecer, aparentar). Con un cuerpo aparente, era lógico que Jesús no muriera realmente, no al menos como lo hace cualquier ser humano.
De esta manera, creían exaltar aún más la figura de Jesús, como sucede actualmente entre los musulmanes, que lo consideran un profeta tan grande (aunque no Dios), que no debió morir realmente. Según el Corán, el Viernes Santo, en medio de la confusión, los soldados romanos crucificaron por error a Simón Cireneo, mientras Cristo escapaba.
Se entiende, pues, cómo en la Iglesia no se impuso fácilmente la idea del Cristo humanamente muerto.
Un muerto bien muerto
El peligro era grande, porque si Jesucristo no había muerto realmente, tampoco había resucitado. Y entonces no se habría operado nuestra salvación, y estaríamos igual que antes de su venida.
Se vio, así, la necesidad de plasmar esta creencia en un dogma, que quedó definido así: “Creo que Jesucristo fue muerto y sepultado”. Y para que no hubiese duda alguna de que su muerte era real, se añadió: “Descendió a los infiernos”.
La frase “descendió a los infiernos”, como se comprende, está compuesta de conceptos que ya no son los nuestros. Ahora que sabemos que la tierra no es plana sino redonda, tampoco creemos que los muertos bajen a ningún “lugar inferior”. Sin embargo la verdad de fe sigue en pie. Con ésta se quiere decir que Jesús murió efectivamente, que pasó por la humillación de estar muerto, separado de esta vida, excluido del resto del mundo que sigue viviendo.
Si la resurrección hubiera sucedido inmediatamente después del último suspiro de Cristo, se habría podido dudar de la realidad de su muerte. Pero no fue así. Cristo permaneció en el estado de muerte; su “bajada” al sheol constituye el límite extremo de su anonadamiento. Con ella ha tocado fondo.
Esto era lo que querían expresar los primeros cristianos cuando afirmaban que Cristo había descendido hasta los abismos tenebrosos de la tierra: que había muerto realmente.
El ruido de rotas cadenas
Pero había un segundo aspecto que se quería subrayar con esta frase: la salvación de todos los hombres justos del Antiguo Testamento.
En efecto, en “los infiernos” o sheol estaban todos los buenos, los justos, los santos, que habían muerto antes de Cristo. Y ninguno podía ingresar en “el cielo”, en la salvación, antes de Cristo, porque como dice san Pablo, él es el primero en resucitar de entre los muertos, el primero de entre los hermanos, el primero en todo (Col 1,18). Estaban todos aguardando en “los infiernos” que se produjera la redención de Cristo.
Cuando éste murió, bajó, pues, a buscarlos para darles la Buena Noticia y llevarlos con él al paraíso. Cristo inauguró el cielo, y por detrás de él entraron todos los que antes de su venida habían sido dignos de la salvación.
Las cadenas, que según san Pedro en su discurso de Pentecostés retuvieron a Cristo y a todos los difuntos en el sheol (Hc 2,24), fueron rotas para siempre.
…el dogma afirma que Cristo pasó por la puerta de aquello que más nos aterroriza: la muerte, que antes era “los infiernos”, y los ha destruido. Todo el miedo del mundo estaba puesto en ellos. Pero ahora el sheol ha quedado superado. La muerte ya no es lo mismo que antes porque la vida está en medio de ella.
La Biblia lo dice
El mismo Pedro, en su primera carta, escribe sobre este tema, aunque de un modo velado y confuso, cuando relata: “Cristo, como hombre, murió. Pero resucitó en el Espíritu. Y fue a predicar a los espíritus encarcelados” (3,18-19). Y más adelante agrega: “por eso hasta a los muertos se ha anunciado la Buena Noticia, para que, aunque juzgados en la carne según los hombres, vivan en el Espíritu según Dios” (4,6).
San Mateo también alude a esta liberación, entre la muerte y la resurrección de Cristo, cuando cuenta que apenas expiró Jesús “se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron. Y saliendo de los sepulcros después de la resurrección de él, entraron en la ciudad santa (escatológica, es decir, “el cielo”) (Mt 27, 52-52).
Igualmente Juan en el Apocalipsis presenta a Jesucristo como: “el viviente”; “estuve muerto pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (1,18).
En la morada de los muertos, la vida
La “bajada” de Cristo a los infiernos tiene, pues, un mensaje inmenso. Todos aquéllos que habían vivido antes de Cristo, a quienes el evangelio nunca había llegado, que jamás habían oído hablar de un redentor, también pudieron salvarse.
Todas las épocas de la historia han sido santificadas, comenzando desde Adán. Por eso hoy, que sabemos mejor que antes lo antigua que es nuestra humanidad, esta doctrina tiene dimensiones mayores.
Y para los que venimos después, el dogma afirma que Cristo pasó por la puerta de aquello que más nos aterroriza: la muerte, que antes era “los infiernos”, y los ha destruido. Todo el miedo del mundo estaba puesto en ellos. Pero ahora el sheol ha quedado superado. La muerte ya no es lo mismo que antes porque la vida está en medio de ella.
Las puertas de la muerte quedaron definitivamente abiertas, tanto para los que vienen después, como para los que murieron antes.
La leyenda de Adán
En Jerusalén, a la entrada de la Iglesia del Santo Sepulcro, hay una gruta llamada “la gruta de Adán”. Los primeros cristianos, a los que les gustaba conmemorar las verdades de la fe de un modo plástico y popular, habían creado una leyenda en torno a ella. Decían que allí habían vivido Adán y Eva, y en ella habían sido enterrados. Ahora bien, esta gruta se encuentra exactamente abajo de la roca del calvario, donde plantaron el madero en el que fue clavado Jesús. Según esta leyenda, cuando Cristo murió en la cruz, su sangre, deslizándose por las hendiduras de la roca partida por el temblor, cayó sobre los restos de Adán, allí sepultado, y bañó sus huesos.
Con este relato enseñaban cómo Adán, que representa al primer hombre que pecó, quienquiera que haya sido, también le había alcanzado la salvación. Con él comenzaba la redención.
Por eso en muchos crucifijos antiguos se ve una calavera a los pies de Cristo: la calavera de Adán, que recibe las primeras gotas de redención.
Dogma avejentado, pero rico
El “descenso de Cristo a los infiernos” es una doctrina que tiene una importancia fundamental para la comprensión de la fe cristiana.
Tal como la enunciamos hoy, está expresada en categorías obsoletas y ya superadas. No obstante, conserva fresca la preciosa verdad de que Cristo, muriendo realmente, destruyó la muerte antigua. Y desde entonces no hay persona, no importa la época en que haya vivido, que quede fuera de la salvación, es decir, sin la posibilidad que Dios ofrece a cada uno.
Ante Cristo nadie tiene privilegios cronológicos. Ni los que nacieron antes, ni los que llegaron después, ni los contemporáneos a él. Todas las etapas de la historia, desde que apareció el chispazo de humanidad en el hombre primitivo hace dos millones de años, hasta la última que atravesará nuestro universo, han quedado santificadas.
Cuando Clodoveo, rey bárbaro de los francos, se convirtió al cristianismo en el año 496, solía recibir del obispo san Remigio las enseñanzas catequísticas. Un día, mientras oía el relato del prendimiento y la pasión de Jesús, exclamó con el ímpetu propio de un neoconverso: “¡Ah, Señor, si yo hubiera estado allí con francos, lo habría impedido!”.
Pero la pretensión de Clodoveo es vana. No hace falta haber nacido en su época. Siempre estaremos a tiempo de prestarle ayuda, de escucharlo, o de comprometernos con su causa, así como lo estuvieron quienes pisaron este mundo antes que él.
Podemos haber nacido en cualquier siglo. El descenso de Cristo a los infiernos ha santificado a la humanidad de todos los tiempos.
El símbolo apostólico
Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo;
Nació de [virgen María]; padeció bajo el poder de Poncio Pilato;
Fue crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; [2]
Al tercer día resucitó de entre los muertos; ascendió a los cielos;
Está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la Comunión de los Santos, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la vida eterna.
Textos bíblicos
Creo en Dios. “Nuestro Dios es el único Señor” (Deuteronomio 6,4; Mc 12,29)
Padre Todo Poderoso. “Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Lucas 18,27).
Creador del Cielo y la Tierra. “En el comienzo de todo, Dios creó el cielo y la tierra”(Génesis 1,1).
Creo en Jesucristo. “El es el resplandor glorioso de Dios, la imagen misma de lo que Dios es” (Hebreos 1,3).
Su único Hijo. “Pues Dios amo tanto al mundo, que dio a su Hijo Único, para que todo aquel que crea en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Juan 3,16).
Nuestro Señor. “Dios lo ha hecho Señor y Mesías” (Hechos 2,36).
Que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Dios altísimo descansará sobre ti como una nube. Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios” (Lucas 1,35).
Nació de Santa María Virgen. “Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que el Señor había dicho por medio del profeta: ‘la Virgen quedará encinta y tendrá un hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel’ (que significa “Dios con nosotros”)” (Mateo 1,22-23).
Padeció bajo el poder de Poncio Pilato. “Pilato tomó entonces a Jesús y mandó azotarlo. Los soldados trenzaron una corona de espinas, la pusieron en la cabeza de Jesús, y lo vistieron con una capa de color rojo oscuro” (Juan 19,1-2).
Fue crucificado. “Jesús salió llevando su cruz, para ir al llamado ‘lugar de la Calavera’ (o que en hebreo se llama Gólgota). Allí lo Crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado. Pilato mandó poner sobre la cruz un letrero, que decía: ‘Jesús de Nazaret, Rey de los judíos” (Juan 19,17-19).
Muerto y sepultado. “Jesús gritó con fuerza y dijo: -¡Padre en tus manos encomiendo mi espíritu! Y al decir esto, murió (Lucas 23,46). Después de bajarlo de la cruz, lo envolvieron en una sábana de lino y lo pusieron en un sepulcro abierto en una peña, donde todavía no habían sepultado a nadie (Lucas 23,53).
Descendió a los infiernos. “Como hombre, murió; pero como ser espiritual que era, volvió a la vida. Y como ser espiritual, fue y predicó a los espíritus que estaban presos” (1Pedro 3,18-19).
Al tercer día resucitó de entre los muertos. “Cristo murió por nuestros pecados, como dicen las Escrituras, que lo sepultaron y que resucitó al tercer día” (1Corintios 15, 3-4).
Subió a los cielos, y está sentado a la derecha del Padre Todopoderoso. “El Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios” (Marcos 16,19).
Desde ahí ha de venir a juzgar a vivos y muertos. “El nos envió a anunciarle al pueblo que Dios lo ha puesto como juez de los vivos y de los muertos” (Hechos 10,42).
Creo en el Espíritu Santo. “Porque Dios ha llenado con su amor nuestro corazón por medio del Espíritu Santo que nos ha dado” (Romanos 5,5).
Creo en la iglesia que es una. “Para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado”. (Jn 17,21; Jn 10,14; Ef 4,4-5)
Santa. “La fe confiesa que la Iglesia… no puede dejar de ser santa (Ef 1,1). En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama ‘el solo santo’, amó a su Iglesia como a su esposa (Ef 5,25). Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios” (Ef 5,26-27). La Iglesia es, pues, “el Pueblo santo de Dios” (1 Pe 2,9), y sus miembros son llamados “santos” (Hch 9, 13; 1 Co 6, 1; 16, 1).
Universal. En griego, katholikos, que quiere decir universal, porque por fe el hombre es salvo al confesar que Jesús es Su Señor y Salvador, sin importar el país de procedencia. “(…) Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos” (Mateo 8: 11).
Y Apostólica. El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza (cf. Mc 3, 14-15); puesto que representan a las doce tribus de Israel (cf. Mt 19, 28; Lc 22, 30), ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cf. Ap 21, 12-14). Los Doce (cf. Mc6, 7) y los otros discípulos (cf. Lc 10,1-2) participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte (cf. Mt 10, 25; Jn 15, 20). Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.2 Tim 2,2
Creo en la comunión de los Santos. “Después de esto, miré y vi una gran multitud de todas las naciones, razas, lenguas y pueblos. Estaban en pie delante del trono y delante del Cordero, y eran tantos que nadie podía contarlos” (Apocalipsis 7,9).
El perdón de los pecados. “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.” (1a Juan 1: 9).
La resurrección. “Cristo dará nueva vida a sus cuerpos mortales” (Romanos 8,11).
Y la vida eterna. “Allí no habrá noche, y los que allí vivan no necesitarán luz de lámpara ni luz del sol, porque Dios el Señor les dará su luz, y ellos reinarán por todos los siglos” (Apocalipsis 22,5).
Amen. “Así sea. ¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis 22,20).