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María, madre “de casa en casa”

El segundo misterio gozoso nos presenta a María yendo a la casa de su prima Isabel, su visitación. En continuidad con las mujeres del Nuevo Testamento, que “iban de casa” (Rom 16,3-5.6.12-13) podemos pensar en la presencia de María en su casa, es decir, en el oficio, el trabajo y el cuidado del hogar, que era “cosa de mujeres”, como suele decirse. La comida, el aprovisionamiento familiar (hoy serían las compras…), el tejido, la preparación del pan cotidiano, el acarreo de agua y demás, lo hacían las mujeres de Israel.

Igualmente, lo referente a las emociones, las vivencias más profundas, los sentimientos y las relaciones interpersonales de la familia, eran también de ellas (Lc 2,19.51; 7,36-46; 10,36-42). Podemos decir que la casa está identificada con las mujeres. Es el mundo de las mujeres, como sucede en nuestra familia, el pueblo y el país, en nuestra cultura. Todo lo relativo con la familia, tenía que ver con ellas, antes que con los varones, como sucede entre nosotros, cuando dicen los maridos: “yo trabajo fuera de la casa, y mi mujer es la señora de la casa”.

María, casa de Dios (Lc 1,26-38) 

Pues bien, aunque el Nuevo Testamento no nos diga cómo era la casa de María, es decir, su hogar de Nazareth, quiénes fueron sus padres, ni siquiera en la anunciación san Lucas nos cuenta acerca de su casa, sino que dice que “el ángel entró donde ella” (suponemos que a su casa), hemos de decir que vivía con una familia muy concreta. Pero nos sorprende san Lucas, que no diga nada con detalle de su casa: no se nombra a su familia, ni quiénes fueron sus padres, no dice de ella que es “hija de Fulano…”, “hermana de”, ni presenta a algunos de sus antepasados o genealogía, sino solamente que es una mujer prometida a un varón llamado José, de la familia de David (Lc 1,27).

¿Por qué san Lucas deja en silencio todo esto acerca de la “casa de María”? Sencillamente porque la casa es María misma. Dios se dirige a ella, a su casa. Donde tenía que estar María, “en una casa” (de hecho que lo estaría allá en Nazareth), Dios se encuentra con ella misma, como casa… Es decir, su persona, su ser como mujer, su cuerpo. Por eso es que ella, al final del anuncio del ángel, quien le dice que va a ser la madre de Jesús, exclama: “Yo soy la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38). Ella le pertenece a Dios, es decir, con esta expresión que siempre la hemos interpretado como sinónimo de su humildad, lo que María nos enseña es que “su casa y su familia” son de Dios. Ella pertenece a la familia de Dios.

En los tiempos bíblicos, los esclavos se definían a sí mismos por su señor. La familia del dueño era la familia del esclavo. María, como esclava del Señor, es de la familia de Dios. En contraste con las familias judías, que siempre se presentaban con su ascendencia, sus antepasados, abuelos, bisabuelos y demás (Mt 1,1-16; Lc 3,23-38), María tiene su ascendencia en Dios mismo. El estatus de Dios es el suyo. Estatus es la posición social, el prestigio de una persona o de un grupo.

María va a la casa de Isabel (Lc 1,39-45)

Una vez que san Lucas nos presenta a María como “casa de Dios”, es decir, como familia de Dios (Lc 1,26-38), nos cuenta de su visita a la casa de Isabel (Lc 1,40). En efecto, la anciana Isabel, esposa del sacerdote Zacarías, reconoce la superioridad de su joven prima, porque “es la madre de mi Señor” (Lc 1,43). Confiesa así que María es de la familia de Dios. De nuevo es el saludo, el que indica el estatus de María: “Tú eres bendita entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre” (Lc 1,42). Ya el ángel Gabriel, se lo había dicho: “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1,28).

De manera que la casa es el lugar donde el Espíritu de Dios se hace presente. Es decir, en la persona de María (Lc 1,35-36) y ¿por qué no?, en la persona de su prima Isabel (Lc 1,41). Dos mujeres que han concebido y serán madres: una, por obra y gracia del Espíritu al Hijo de Dios y la otra, que ha concebido de su anciano esposo, al niño Juan que se estremece de alegría en su seno.

El Espíritu llega por primera vez en el Evangelio, antes que Jesús mismo, a una mujer virgen de Nazareth, y, por ella, a otra mujer (Isabel) y a su hijo Juan. María es casa del Espíritu. Es portadora del Evangelio. Ella, en su cuerpo, comienza una nueva “casa”, una nueva genealogía y el Evangelio de Dios se comienza a extender por medio de esta mujer, la madre del Señor, la Virgen María, como en su momento, las mujeres del Nuevo Testamento lo harán, como Marta y María, la viuda pobre, las mujeres compañeras de Jesús hasta el Calvario y las anunciadoras de la Pascua que ya conocemos, y muchas otras más.

Todas ellas siguen a Jesús, escuchan sus enseñanzas y “animan” iglesias domésticas, comunidades cristianas en el Nuevo Testamento (Rom 16,1), van de “casa en casa”, como ya hemos dicho. Sin ellas, no se edifica ni crece la Iglesia, que es casa abierta para todos, y en donde las mujeres jugaron un papel importante e imprescindible.
 

María, en la casa de Pentecostés

María de Nazareth, la madre de Jesús, no aparece en una casa al comienzo del Evangelio de san Lucas, porque ella es la “casa de Dios”, es decir, de su familia (aunque evidentemente, tenga un hogar en Galilea). Va a la casa de Isabel, poco tiempo después de haber concebido al Hijo de Dios, a visitar a su prima Isabel, que también esperaba un hijo.

Luego, el único momento donde la vemos en una casa, es cuando ocurre el acontecimiento de Pentecostés (Hech 1,14). Después de la Ascensión de Jesús al cielo, ella y los apóstoles, van a una sala donde se reunían y se quedan allí, aguardando la venida del Espíritu. Estaban allí: “Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas, hijo de Santiago… en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús y de sus hermanos (Hech 1,14). Es decir, de la nueva familia de Jesús, la casa de Jesús, en la cual caben hombres y mujeres, especialmente donde las mujeres no son relegadas ni confinadas.

Una vez más, María es la “casa de Dios y del Espíritu” (Hech 2,1-4). Pero ella es parte fundamental de la casa de Jesús, que es la Iglesia, conformada por las comunidades que nacieron de la Pascua y de Pentecostés, compuestas por mujeres y hombres transformados, en la que Dios es Padre compasivo y cercano, porque al fin y al cabo es el Padre de Jesús y Padre nuestro. Esto lo vivió María de Nazareth ¿Lo estamos viviendo nosotros, en nuestra Iglesia actual? ¿Somos casa de Dios, acogedora y alegre, en la que somos importantes, en donde todos y todas cabemos?